Introducción

A comienzos del nuevo milenio, los sectores promotores de la energía nuclear buscaron reimpulsar la producción de la nucleoelectricidad al presentar esta fuente de energía como limpia y capaz de mitigar los efectos del cambio climático. Uno de los argumentos centrales (sostenido principalmente por organismos como la Organización Internacional de Energía Atómica, OIEA, los trabajadores, las empresas o las instituciones vinculadas con el sector nuclear) fue que la nucleoelectricidad, a diferencia de otras fuentes de energía que utilizan combustibles fósiles, no produce emisiones gaseosas que puedan contribuir con el incremento del efecto invernadero.

En este escenario, la Secretaría de Energía de México (SENER) creó en 2006 un comité de apoyo para la toma de decisiones en materia de energía nuclear, con el objetivo de analizar las posibilidades de la expansión de la capacidad de generación de energía nucleoeléctrica y los proyectos de la repotenciación de los dos reactores que funcionan en el país desde hace tres décadas en Laguna Verde, en el estado de Veracruz.

Mientras que en 2007 el Programa Sectorial de Energía presentaba a la tecnología nuclear como una opción para la producción de energía, se contempló la construcción de nuevas centrales de potencia en la reforma energética de 2013 y en múltiples proyecciones elaboradas por la SENER. De este modo, la nucleoelectricidad se consideró como “clave para México en sus metas de generación de energía limpia para 2024” (Hernández Ochoa, citado por Valencia, 2017). Sin embargo, el accidente ocurrido en las centrales de Fukushima Daiichi en 2011 (luego de que un terremoto y un tsunami azotaran la costa japonesa, provocando fallas en los sistemas de refrigeración de los reactores y la consecuente fusión parcial de los núcleos) llamó la atención sobre los riesgos asociados al proceso productivo de la nucleoelectricidad, lo que generó nuevamente controversias por el desarrollo y la implementación de los usos pacíficos de la tecnología nuclear (Rootes, 2016). Si bien en México la resistencia al desarrollo nuclear tras el accidente de Fukushima distó de ser masiva, no fue una excepción.

En este marco de expresiones públicas de interés por el desarrollo nuclear y del resurgimiento de voces de oposición, este artículo presenta un estudio exploratorio de las controversias que han surgido en México desde finales de los años setenta debido al proceso productivo de la nucleoelectricidad. Se presta especial atención a las características y las particularidades de las controversias a partir de la identificación de los actores y los argumentos que conforman en el país los procesos de discusión por el desarrollo nuclear en la esfera pública, así como los impactos de la resistencia en los procesos tecnológicos.

La estructura del artículo se divide en cuatro apartados. En el primero se presentan las consideraciones teórico-metodológicas que parten de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología (CTS) y los aportes de la literatura sobre movimientos sociales y política contenciosa. Con el objetivo de promover un estudio holístico de las controversias, en el segundo apartado se revisa el desarrollo y la implementación de la tecnología nuclear en México, lo que impulsaría la construcción de, al menos, dos reactores de potencia. En la primera mitad del tercer apartado se exploran los orígenes de las discusiones en torno la energía nuclear que surgieron a finales de los años setenta y alcanzaron notable visibilidad tras el accidente de Chernóbil en 1986; en la segunda mitad, se analiza la resistencia al proceso productivo de nucleoelectricidad en el escenario pos-Fukushima.

El cuarto apartado presenta una actualización de las discusiones por la producción de nucleoelectricidad en México que analiza dos ejes considerados clave por los sectores promotores y resistentes al desarrollo nuclear: 1) la cuestión del riesgo asociado al proceso productivo de la nucleoelectricidad; 2) la problemática sobre el manejo y la disposición de los residuos radioactivos. Por último, se presentan las consideraciones finales que acentúan las continuidades y las rupturas de las controversias por el proceso productivo de la nucleoelectricidad que han sucedido en México durante las últimas cuatro décadas.

Consideraciones teórico-metodológicas

El estudio de las controversias sobre los usos pacíficos de la tecnología nuclear tomó relevancia en las agendas de investigación durante los años setenta y ochenta, en relación con las oposiciones que se registraban en contra de esta tecnología en el escenario global. En el campo de CTS, trabajos como los de Dorothy Nelkin 1982, 1984) resultaron significativos para el análisis de las controversias sobre la posible contaminación ambiental como resultado del funcionamiento de las centrales de potencia, sobre la localización de las instalaciones nucleares o por el tratamiento y la disposición de los residuos radioactivos.

Al estudiar áreas hasta entonces poco exploradas, los trabajos analizaban las preocupaciones, los posicionamientos y los intereses que surgieron en el devenir de los conflictos, además del rol del conocimiento y la participación ciudadana. Desde esta perspectiva, el estudio de las controversias promovía “una comprensión realista de las políticas científicas y tecnológicas, su contexto social y político, impacto público […] y los problemas que resultan del desarrollo de políticas públicas en ausencia de acuerdos definitivos acerca de los potenciales riesgos” (Nelkin, 1984).

A partir de estos lineamientos teóricos se toma como base bibliografía sobre controversias −especialmente aquella que se enfoca en la producción de la nucleoelectricidad (McAdam y Boudet, 2012; Hindmarsh y Priestley, 2016; Espluga Trenc et al., 2017)−, con el concepto de resistencia a las tecnologías de Bauer (2015). En este sentido, se entiende a la resistencia como una forma de expresión de posicionamientos frente a las tecnologías, que pone en escena la capacidad y la libertad de elección ciudadana sobre modelos tecnocráticos de toma de decisiones, y que puede ser expresada de múltiples formas; es decir, “la resistencia es mentalidad, actitud y acción. La resistencia es participación política” (Bauer, 2015).

Para estudiar la descripción y el análisis de los procesos de la participación ciudadana en las controversias que conforman el caso mexicano, se incorporaron herramientas teórico-metodológicas sobre la política contenciosa y los movimientos sociales (McAdam, Tarrow y Tilly, 2007), en relación con el creciente número de investigaciones sobre este campo y los estudios CTS que se han potenciado durante los últimos años (Breyman et al., 2017). Asimismo, se complementa el trabajo con análisis sobre la conflictividad ambiental en América Latina y la problemática del riesgo en sus múltiples dimensiones.

Al tratarse de una investigación cualitativa, en este artículo se trabajó con fuentes primarias y secundarias, conformadas principalmente por estudios especializados, artículos periodísticos y comunicados institucionales tanto de organizaciones antinucleares como de aquellas vinculadas a sectores promotores del desarrollo nuclear. Además, este proceso se complementó con el trabajo de campo realizado durante mayo, junio y julio de 2018, que incluyó visitas a la Central Nuclear de Laguna Verde del Instituto Nacional de Investigaciones Nucleares (ININ) y entrevistas a trabajadores, consultores y representantes del sector nuclear, así como a activistas antinucleares que han participado en las acciones de resistencia realizadas en el país.

A partir de las críticas a la producción de nucleoelectricidad en la esfera pública, se describe y analiza la resistencia al proyecto de instalación de un centro de reactores nucleares en el estado de Michoacán, las protestas contra el proyecto Laguna Verde, el resurgimiento de los cuestionamientos al desarrollo nuclear tras el accidente de Fukushima en 2011 y las discusiones sostenidas entre sectores a favor y en contra de la energía nuclear en la actualidad.

Antes de avanzar hacia la caracterización del sector nuclear en México, es necesario mencionar que la revisión propuesta tiene un carácter instrumental. En este sentido, se presentan, a partir del relevo de las fuentes documentales, proyectos que impulsarían la producción de la nucleoelectricidad en el país, convirtiéndolo en uno de los líderes en desarrollo nuclear en América Latina y en uno de los únicos tres países (junto a Argentina y Brasil) en contar con centrales de potencia.

Sobre el desarrollo nuclear en México

Los orígenes del desarrollo nuclear en México se remontan a las actividades de la investigación sobre física nuclear que comenzaron a desarrollarse entre 1940 y 1950, impulsadas por un grupo de investigadores en materia de física e ingeniería civil que se especializaron en Estados Unidos y se convirtieron en referentes de estas áreas, como Manuel Sandoval Vallarta, Alfredo Baños y Nabor Carrillo Flores (Domínguez, 2012; Azuela y Talancón, 1999). Debido al impulso que adquirieron los usos pacíficos y civiles de la tecnología nuclear tras el discurso “Átomos para la paz”1 en 1953, se creó la Comisión Nacional de Energía Nuclear (CNEN) en 1956, con el objetivo de potenciar la “exploración y extracción de uranio, aplicación de los radionúclidos, patrones radiactivos, efectos genéticos de las radiaciones, física de plasmas y física de reactores” (ININ, 2018).

Años más tarde, en correspondencia con un período de intenso apoyo político-económico al desarrollo nuclear en el escenario global, comenzó en 1964 la construcción del primer centro nuclear del país. En el predio elegido, ubicado entre las ciudades de México y Toluca, se pusieron en funcionamiento un acelerador de partículas Tandem Van de Graaff y un reactor de investigación TRIGA Mark III,2 los cuales actualmente continúan en actividad. Después comenzaron a registrarse los primeros pasos hacia la construcción de una central atómica de potencia; sin embargo, los proyectos que se barajaban eran más ambiciosos.

De acuerdo con Azuela y Talancón (1999), durante los años setenta (frente a la crisis energética y la fuerte dependencia de los combustibles fósiles en México) el programa nuclear se presentaba como estratégico. En términos cuantitativos, se estipulaba “la instalación de 20 reactores −que producirían una potencia de 15 mil MW− […] al tiempo que la generación total constituiría una aportación del 29 por ciento de nucleoelectricidad para el año 2000”. Estas proyecciones se dieron a conocer en el marco de un escenario global considerado propicio desde los sectores promotores del desarrollo nuclear, signado por la crisis del petróleo de los años setenta y el fuerte impulso que recibió el desarrollo y la implementación de la producción de nucleoelectricidad en el mundo. En este contexto, los planes nucleares de América Latina no resultaron una excepción: en 1974, Argentina puso en marcha el primer reactor de potencia de la región, Atucha I, mientras que Brasil encaminaba la construcción de Angra I, puesta a crítico en 1982 (Solingen, 1986; Adler, 1991).

En 1972 se acordó la construcción de la primera central con tecnología de uranio enriquecido en México, que sería proporcionada por la compañía estadounidense General Electric. Esto impulsó una serie de discusiones en el interior del sector promotor del desarrollo nuclear mexicano, principalmente entre trabajadores del INEN y la Comisión Federal de Electricidad (CFE), empresa estatal dedicada a la producción y la distribución de la electricidad: mientras que los primeros defendían la elección de un reactor que utilizara el uranio natural como combustible (hecho que, según su posicionamiento, evitaría la dependencia de una tecnología promovida y dominada exclusivamente por pocos países en el mundo), los segundos se inclinaron hacia una tecnología que utilizara el uranio enriquecido, considerada “económicamente más ventajosa y tecnológicamente mejor probada” (Sarquís, 2013).

Finalmente, la opción por el uranio enriquecido prevaleció; pero el proceso de la construcción de la Central Nuclear de Laguna Verde se extendió más de lo previsto y tuvo que superar múltiples obstáculos, incluso problemas económicos que se presentaron en el país durante los setenta y que se intensificaron con la crisis de 1982, cuando se registró un notable incremento de la deuda externa, lo cual impactó en el desarrollo de proyectos tecnológicos capital-intensivos como el nuclear. A pesar de los altibajos políticos y económicos, México continuó su avance hacia la puesta en marcha de su primer reactor de potencia, que se haría efectiva en abril de 1989; sin embargo, este recorrido tampoco estuvo exento de cuestionamientos.

Las movilizaciones antinucleares

Durante los avances del proyecto de la Central Nuclear de Laguna Verde surgieron cuestionamientos sobre el desarrollo de la tecnología nuclear, desde finales de los setenta. En 1980, la Sociedad Mexicana de Física organizó una mesa redonda con el título “Energía nuclear en un país petrolero”, en la que participaron miembros de la CFE, el ININ, representantes políticos y docentes universitarios. En las presentaciones se identificaron posicionamientos que pueden ser caracterizados como antinucleares; es decir, que pusieron en escena argumentos sostenidos desde entonces y hasta la actualidad en contra del proceso productivo de la nucleoelectricidad. Así se desprende, por ejemplo, la intervención de un trabajador de la CFE y director de la revista de análisis político Punto Crítico, quien señaló: “empiezan a conocerse otras opiniones, otros hechos y problemas que nos han llevado a convencernos de que la energía nuclear es una opción cara, contaminante y peligrosa” (Raúl Álvarez, citado en “Energía Nuclear”, 1981).

Los proyectos de construcción de un centro de reactores experimentales en las inmediaciones del lago de Pátzcuaro, Michoacán, alertaron a los pobladores locales (entre ellos, a los miembros del pueblo purépecha), a los profesionales universitarios y a los intelectuales, quienes se organizaron y cuestionaron no solo la instalación del Centro de Ingeniería de Reactores (CIR), sino también, y en términos más generales, el desarrollo de la tecnología nuclear para la producción de electricidad.

Debido a la creciente resistencia al proyecto, se creó el Comité de Defensa Ecológica de Michoacán (CODEMICH), que sumó el apoyo de agrupaciones como la Asociación de Tecnología Apropiada (ATA) y de organizaciones antinucleares de países como Suecia, Holanda, Francia, Suiza y Estados Unidos (Buerba, 1988; Quadri de la Torre, 1990; Navarro, 1982). Entre los argumentos sostenidos para oponerse al CIR, se destacaron aquellos que apuntaban a la conceptualización de las actividades nucleares como centralizadas, autoritarias, riesgosas y no necesarias. En este sentido, una docente universitaria y activista antinuclear, aseguró que

sí hay fuentes alternativas de energía que, a su vez, posibilitan formas de organización social menos enajenantes y deshumanizadas, ya que su manejo y control pueden estar al alcance del hombre. Además de proponer un mayor estímulo a la exploración de fuentes de energía como las que ya existen: la geotermia, la termohidráulica, etcétera. Creemos que debe exigirse una mayor inversión para las fuentes renovables de energía desarrolladas, como la solar o la eólica (Navarro, 1982).

En mayo de 1981, luego de las protestas, la junta directiva del ININ aprobó el avance del proyecto de construcción de un centro de reactores, pero se descartó como posible localización el estado de Michoacán (SUTIN, s/f). En consecuencia, en la década de los ochenta, los cuestionamientos a la producción de nucleoelectricidad se encontraban inscritos en la esfera pública mexicana, a tal punto que en el Encuentro Nacional de Ecologistas, realizada en 1985, “los proponentes anti-nucleares fueron identificados como un movimiento en México” (Vargas, 2006).

Tras el terremoto que azotó a la Ciudad de México en 198533 y el accidente nuclear de Chernóbil en 1986, en consonancia con una creciente preocupación por la cuestión ambiental en México y América Latina, continuó en el país un proceso de consolidación de la resistencia al desarrollo nuclear. Con epicentro en Veracruz, donde se avanzaba en la construcción de la Central Nuclear de Laguna Verde, la resistencia se replicó en el territorio nacional y alcanzó niveles de inédita visibilidad en la esfera pública.

Durante este período se conformó el Movimiento Antinuclear Mexicano, una de las primeras redes nacionales de organizaciones ambientalistas que se crearon en el país (Tetreault, Ochoa y Hernández, 2012), y el primer movimiento antinuclear de magnitud en la región. Como señala Velázquez (2010), en 1986 se producía en México un “boom ambiental”, protagonizado por diversas agrupaciones ecologistas, entre las que se destacaban el Movimiento Ecologista, el Pacto de Grupos Ecologistas y el Grupo de los 100. A esto se sumaron otros grupos que resultarían clave en la resistencia y en el movimiento antinuclear, como los miembros de la Coordinadora Nacional Contra Laguna Verde (CONCLAVE), los vecinos de la localidad de Palma Sola y el Comité Antinuclear de Madres Veracruzanas (García, 1999).

La resistencia se implementó mediante acciones de protesta (que incluyeron manifestaciones pacíficas en espacios públicos, cortes de calle y acciones performático-teatrales) y discusiones por el desarrollo nuclear que se dirimieron en la esfera pública. Acciones como la clausura simbólica de la planta nuclear, llevada a cabo en 1987 por más de 10 000 personas e integrantes de alrededor de 25 organizaciones ambientalistas, ha sido catalogada como una de las primeras protestas centradas en la cuestión ambiental que tuvo alcance nacional en México (Velázquez, 2010).

Además de presentar la producción de nucleoelectricidad como una actividad riesgosa, costosa y nociva para el ambiente, los movimientos antinucleares se posicionaron en contra de los modelos de toma de decisiones que se consideraban tecnocráticos y reclamaron la apertura de espacios públicos para el debate acerca de la conveniencia del desarrollo nuclear en el país.

En relación con los cuestionamientos más específicos al proyecto de la Central Nuclear de Laguna Verde, se sostenía que: 1) la tecnología del reactor era obsoleta y pobremente diseñada; 2) la planta estaba construida sobre una línea de falla volcánica; 3) emitiría niveles de radiación con capacidad para impactar negativamente en el ambiente y en la salud humana, incluso en condiciones de funcionamiento normal; 4) no existía una manera de lograr una disposición final segura de los desechos radioactivos; y 5) la producción de electricidad de Laguna Verde sería el doble de costosa que la producida por las plantas convencionales (García, 1999).

Pese a la resistencia, la construcción de la central avanzó hasta la puesta en marcha del primer reactor en abril de 1989. Al inicio de la década de los noventa, las protestas comenzaron a mermar. Como señala García (1999), “en 1991, muchos grupos antinucleares se habían disuelto. Apenas habían pasado tres años de la puesta en marcha de Laguna Verde, y muchos de los participantes del movimiento se sentían desilusionados por la indiferencia del Gobierno ante sus argumentos”. Sin embargo, el Comité Antinuclear de Madres Veracruzanas continuó su lucha durante los siguientes años: sus integrantes marcharon semanalmente en la plaza central de Xalapa y buscaron visibilizar sus reclamos. Así lo explica el entrevistado B, académico veracruzano y activista antinuclear:

El movimiento fue duradero, muy persistente, pero la planta nunca se detuvo. Y las únicas que persistieron fueron las madres, que cada sábado continuaron plantándose en la plaza central de Xalapa, con una protesta simbólica contra la planta nuclear. Incluso diez años después de su apertura. Es una lucha continuada. Y todos los domingos salía la fotografía en la prensa de la protesta. Entonces tuvo una fuerza simbólica enorme (comunicación personal, 29 de junio de 2018).

En noviembre de 1994 se puso en marcha el segundo reactor, Laguna Verde II. Si bien ya no se trataba de una resistencia masiva, las críticas continuaron: se cuestionaban las falencias y las irregularidades en los planes de emergencia para casos de accidente, así como el riesgo ambiental y las emisiones radioactivas asociadas a los procesos productivos de la nucleoelectricidad.4 Hacia finales de los noventa, la resistencia antinuclear había mermado considerablemente. Aunque existía, en palabras, incluso, de activistas antinucleares, “la lucha se había desgastado” (entrevistado A, comunicación personal, 13 de junio de 2018).

La resistencia en el escenario pos-Fukushima

Desde 2000, los sectores promotores de la tecnología nuclear han buscado reimpulsar la producción de nucleoelectricidad al presentarla como una opción para hacer frente al calentamiento global. Este nuevo impulso se registró en un momento coincidente con posturas y posicionamientos públicos frente a la energía nucleoeléctrica que, como aseguran Prati y Zani (2012), eran más positivos que en el pasado; sin embargo, a diferencia de lo ocurrido hacia la mitad de siglo XX (cuando emergieron visiones utópicas que asociaban el desarrollo nuclear con múltiples beneficios para la humanidad), sectores pro-nucleares alcanzaron cierto consenso en torno a la presentación de la nucleoelectricidad ya no como un remedio, sino como una opción necesaria para contemplarse entre diversas fuentes de energía eléctrica.

En este escenario, que ha llegado a ser conceptualizado en términos de “renacimiento nuclear” (Wan y Hansen, 2007), varios países reconfirmaron su opción por este tipo de producción de energía. Entre ellos se encontraba México, que optó por la continuidad de la producción de la nucleoelectricidad en Laguna Verde y elaboró varios proyectos de ampliación de su programa nuclear.

No obstante, el accidente de Fukushima en 2011 posicionó nuevamente a la tecnología nuclear en el centro de la atención de los movimientos ambientalistas, de la agenda pública y de los medios de comunicación masiva, lo que impactó en la reinstalación de controversias y debates en el escenario global (Hindmarsh y Priestley, 2016; Piaz, 2015; Espluga Trenc et al., 2017). En el marco de un ciclo de protestas ambientales que atravesaba América Latina (Vara, 2012), se registraron en México nuevas acciones de resistencia a la tecnología nuclear que dieron visibilidad a los cuestionamientos en la esfera pública. Debido a esto se realizaron reuniones y charlas públicas para alertar sobre los peligros de la tecnología nuclear, impulsadas por los integrantes del grupo Madres Veracruzanas, de la Asamblea Veracruzana de Iniciativas y Defensa Ambiental (LAVIDA), de la ONG internacional y de Greenpeace (Santibá, 2011).

A modo de resumen, y en palabras de una histórica activista antinuclear y miembro referente de las Madres Veracruzanas, la oposición al desarrollo nuclear aún se sustenta en la idea de que “existen otras alternativas energéticas que pueden abastecer de energía a nuestro país, con menos riesgos, menor costo y mayor sustentabilidad” (entrevistado A, comunicación personal, 26 de junio de 2018); sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en los años ochenta, la resistencia distó de ser masiva. Lejos de alcanzar la visibilidad pública e instalarse en la agenda nacional, las movilizaciones antinucleares se concentraron principalmente en el estado de Veracruz, su capital y las inmediaciones de la planta, en Laguna Verde.

México ante la encrucijada nuclear

De acuerdo con el Balance Nacional de Energía de 2016, el 84.54% de la producción primaria de energía eléctrica se realizó a partir de hidrocarburos (61.97% de petróleo, 21.61% de gas natural y 0.96% de hidrocarburos condensados), mientras que la producción de la nucleoelectricidad en el país representó el 1.61%. En este escenario de la mayoritaria participación de los combustibles fósiles en la producción de electricidad, que replica, a grandes rasgos, la situación histórica del país, se llevaron a cabo proyectos para la construcción de nuevos reactores de potencia y la extensión de vida de aquellos que se encontraban en funcionamiento. Después de que los sectores promotores presentaron la producción de la nucleoelectricidad como “una oportunidad para México” (Academia de Ingeniería de México, 2009), el gobierno proyectó la construcción de nuevos reactores de potencia, lo que sería “un proceso de planeación para la generación a quince años” (Hernández, 2017, citado por Valencia, 2017).

Incluso en la primera planeación energética elaborada en 2012, tras el accidente de Fukushima, la SENER estimó un incremento en la producción de nucleoelectricidad “principalmente con el objetivo de garantizar la seguridad energética, reducir los riesgos asociados a la volatilidad de los precios de los combustibles fósiles y disminuir las emisiones de GEI5” (2012). En los años siguientes, la SENER mantuvo una postura caracterizada en términos de pro-nuclear: 1) en 2013 se expuso que, además de las energías renovables, “otro proceso que ha tenido un gran avance tecnológico y que ha mostrado poder cubrir satisfactoriamente la curva de la demanda de electricidad, pese a las fuertes críticas por ser altamente riesgoso, es el derivado de las centrales nucleares” (2013); 2) en 2014, se afirmó que “la energía nuclear es una fuente de generación de electricidad limpia cuyas características permiten el suministro de energía de manera confiable y con un bajo impacto ambiental” (2014); 3) en 2015 se presentaron posibles escenarios que contemplaban tanto la construcción de tres nuevas centrales de potencia en la planta nuclear de Laguna Verde, como de pequeños reactores modulares en Baja California Sur, escenario que fue promovido en los informes siguientes.

Pese a la existencia de proyecciones formales (que dan cuenta de la presencia e influencia de los sectores pro-nucleares en los delineamientos de las políticas públicas sobre la producción de energía eléctrica), no se ha registrado en los últimos años un avance concreto hacia el desarrollo e implementación de los planes asociados a los proyectos de la expansión de la producción de nucleoelectricidad. Incluso desde los sectores promotores, que destacan la potencialidad de la tecnología nuclear para la producción de energía como alternativa a los combustibles fósiles, se reconoce que la “industria nuclear prácticamente se ha estancado” (entrevistado C, comunicación personal, 30 de mayo de 2018).

Aún con el futuro incierto de la producción de nucleoelectricidad (tanto por los actores vinculados con los sectores promotores del desarrollo nuclear como por los activistas antinucleares), se han identificado al menos dos ejes que interesan y ocupan a los actores involucrados en las controversias por el desarrollo nuclear en México: por un lado, la vigencia de la opción por el mantenimiento o la expansión del sector nuclear; por el otro, la cuestión del manejo y la disposición de los residuos radioactivos. Es, precisamente, en relación con estos ejes que se considera en este artículo que México se encuentra ante dos encrucijadas que, en algún momento, requerirán definiciones de orden tecnopolítico.6

¿Nuevas centrales para diversificar la matriz energética y mitigar el cambio climático o riesgo inaceptable?

Debido a los proyectos delineados por la SENER para impulsar la producción de energía, los sectores promotores del desarrollo nuclear en México buscaron consolidar la conceptualización de la nucleoelectricidad, por un lado, como una opción viable y confiable para la producción de energía y la mitigación del cambio climático; por el otro, como una opción clave para la diversificación de la matriz energética. Esta caracterización se apoyó en postulados pro-nucleares que dieron cuenta de un proceso de posicionamiento de esta tecnología en el mundo, en un escenario signado por un aumento de costos de puesta en marcha y operación de las centrales de potencia, muchos de ellos asociados con medidas y altos estándares de seguridad requeridos por el sector. Como señala Bauer (2015), la producción de energía nucleoeléctrica ha dejado de ser presentada como “too cheap to meter” para convertirse en “part of the energy mix”. Esta conceptualización no es ajena al caso de México. En este sentido, un investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México e histórico trabajador del sector nuclear, comenta que la producción de nucleoelectricidad

[…] es una opción de la diversificación de la matriz porque es importante para la seguridad energética […], pues podría llegar el momento en el que no tengamos los suficientes recursos para producir la energía que necesitamos. Entonces, por un lado, está la diversificación. Por otro lado, que es una energía limpia. Tenemos el compromiso como país para producir energía limpia, reducir las emisiones de CO2, y tenemos que cumplir con eso. Ahora mismo […] está prevista la construcción de tres reactores nucleares para finales de 2020. Y eso está considerado para reducir las emisiones y poder cumplir con nuestros compromisos de producción de energía limpia (entrevistado D, comunicación personal, 27 de junio de 2018).

Desde los sectores promotores del desarrollo nuclear, y en relación con los argumentos sostenidos en el escenario internacional, se promueve la nucleoelectricidad como instrumento para diversificar la matriz energética y mitigar las emisiones que contribuyen con el efecto invernadero; sin embargo, pese a la reorientación de los argumentos pro-nucleares, la controversia dista de estar saldada. Por parte de los actores resistentes, identificados en la actualidad entre miembros de la academia y de la sociedad civil especialmente interesados en la cuestión ambiental, los argumentos no presentan cambios sustanciales respecto a aquellos cuestionamientos sostenidos desde finales de los setenta.

Prevalece aún la percepción y la consideración de la tecnología nuclear como una tecnología altamente riesgosa, contaminante (que, además, emite gases que contribuyen con el efecto invernadero durante diversas etapas del proceso productivo), costosa e innecesaria para la producción de energía eléctrica. Asimismo, los posicionamientos divergentes no operan únicamente por la negativa y continúa el reclamo por la elección de fuentes de producción de energía descentralizadas, conceptualizadas como renovables y ambientalmente sustentables, entre las que se destacan las energías eólica y solar. En este sentido, la resistencia se inscribe entre grupos caracterizados por los movimientos a favor de la democracia energética (Hess, 2018).

Sobre el almacenamiento y la disposición final de los combustibles gastados

Como señala Slovic (2000), un gran número de personas perciben el riesgo asociado a los desechos radioactivos, que resulta aún mayor que la percepción que se tiene del riesgo al momento de la producción de electricidad. Aunque expertos en tecnología nuclear consideran que el manejo de residuos radioactivos comprende un riesgo moderado y aceptable que puede ser manejado de manera segura y efectiva, desde los sectores antinucleares se percibe e identifica esta actividad como extremadamente riesgosa e inaceptable.

En México, la preocupación en torno al manejo y la disposición final de los residuos radioactivos ha sido identificada y señalada por los grupos antinucleares, incluso antes de que comenzaran a funcionar los reactores en Laguna Verde (García Gorena, 1989) y se ha extendido hasta la actualidad. Según se expresa desde el activismo antinuclear, “no hay una solución definitiva para los desechos radiactivos, en ninguna parte del mundo; esto significa que estamos ante una cuestión de bioética, ya que no se contempla el riesgo y el bienestar social actual y mucho menos para las futuras generaciones” (entrevistado A, comunicación personal, 13 de junio de 2018).

Sin minimizar la característica de los residuos radioactivos de perdurar y contar con potencial contaminante, los profesionales afines al sector nuclear hacen hincapié en la posibilidad del manejo “seguro y exitoso” que se sustenta en los estrictos controles y procedimientos asociados al tratamiento y la disposición de los combustibles gastados y los residuos radioactivos.

Pues es como todos los desechos tóxicos, químicos, industriales que no decaen, son para siempre. Es más, los residuos radioactivos están buscando la manera de reprocesarlos, reducirlos. Además, la nuclear es la única fuente de energía que confina realmente sus desechos, que se ocupa y preocupa por ellos. Si lo tomas en cuanto a volumen y por unidad de energía generada, la cantidad de desechos es muy baja (entrevistado D, comunicación personal, 27 de junio de 2018).

A diferencia de aquello que ocurre con otros temas controversiales en materia nuclear, se observa también hacia el interior de los sectores promotores la existencia de cuestionamientos y voces de alerta que presentan interrogantes y que, incluso, pueden llegar a desalentar la expansión del sector mientras no se alcancen acuerdos definitivos.

La comunidad [científica/nuclear] tiende a minimizar el problema de los residuos radiactivos. Esta es una asignatura pendiente en la que el campo de investigación es muy amplio […]. Por esto, soy de la opinión de que, mientras no se haya tomado una decisión, es poco sensato hablar de nuevos reactores. La respuesta de que otras industrias no toman medidas al respecto me parece una falacia que desvía la atención, pero no resuelve nada (entrevistado C, comunicación personal, 27 de junio de 2018).

Estos posicionamientos divergentes buscan promover mayor investigación en el área e incluso la consideración de paradigmas alternativos de producción de energía nuclear. En México (como en el resto de países que cuentan con reactores de investigación y potencia) los combustibles gastados se almacenan en las inmediaciones de los reactores nucleares a la espera de una disminución en la emisión de la radioactividad.7 Actualmente, las albercas de Laguna Verde (donde se almacena el combustible gastado) están próximas a alcanzar el máximo de su capacidad, por lo que deberá enfrentarse, a corto plazo, el paso a la segunda etapa de almacenamiento (en seco8).

Consideraciones finales

Las controversias que surgieron en México desde finales de los años setenta en torno al proceso productivo de la nucleoelectricidad fueron masivas y lograron, a mediados de los ochenta, una gran visibilidad en la esfera pública, inédita para este tipo de discusiones en América Latina. En un escenario caracterizado por altos niveles de oposición a la tecnología nuclear en el mundo (en relación con los accidentes de Three Mile Island en 1979 y Chernóbil en 1986), como por un creciente interés en la cuestión ambiental en México y América Latina, el movimiento antinuclear mexicano impulsó la resistencia a la producción de nucleoelectricidad con varios impactos. Integrado por grupos heterogéneos de actores (que incluían tanto a los pobladores locales, las organizaciones ambientalistas, los intelectuales y los expertos en diversas áreas del conocimiento), el movimiento antinuclear instaló en la esfera pública las discusiones acerca de los posibles impactos negativos en la salud humana y en el ambiente, asociados al desarrollo de la tecnología nuclear, al que consideraban altamente riesgoso, costoso y con gran potencial contaminante.

Estas continuidades, identificadas con la lucha antinuclear internacional, se articularon con especificidades locales de la resistencia que, según nuestra propuesta, han contribuido a la inédita masividad de las protestas. Por un lado, se analiza que, mientras que a mediados de los ochenta se encontraba en funcionamiento una central nuclear en Brasil y dos en Argentina, no existían centrales operativas en México, pese a las proyecciones que datan desde la década de los setenta; en este sentido, la pregunta impulsada por los movimientos antinucleares sobre para qué incorporar una forma de producción de electricidad considerada altamente riesgosa, ganó espacio en la esfera pública y contribuyó con la instalación de la discusión en la agenda política y mediática.

Por otro lado, se observa (pese a la identificada escasez de estudios al respecto) la consideración, por parte de actores resistentes, de la construcción de centrales nucleares desde el punto de vista de la imposición tecnológica de países que dominaban y exportaban la tecnología nuclear, como Estados Unidos. En este sentido, los argumentos de la resistencia posibilitan enmarcar al desarrollo nuclear en términos disímiles que se configuraron en países como Argentina (Piaz, 2015), que ha sostenido su desarrollo nuclear como parte de los procesos de construcción de capacidades científico-tecnológicas locales, en relación con los procesos de búsqueda de la autonomía y la soberanía tecnológica y energética (Hurtado, 2014).

Tras la merma registrada en cantidad y periodicidad de las protestas antinucleares hacia finales de la década de los ochenta y los años noventa en México (relacionada con la puesta en marcha de la primera central nuclear y el debilitamiento del movimiento antinuclear tanto en el país como en el mundo), la resistencia antinuclear recobró vigencia tras el accidente de Fukushima. Esto ocurría, además, en un momento en el que los sectores promotores del desarrollo nuclear buscaban dar un nuevo impulso a esta tecnología en el país.

A partir del análisis de los argumentos y los actores que participaron de este nuevo ciclo de protesta antinuclear (aun cuando se registró escasa participación ciudadana y una mayor centralización de la resistencia en las inmediaciones de las instalaciones nucleares), se desprende la existencia de cierta continuidad en la lucha antinuclear en México. En este sentido, se pretenden resaltar tres cuestiones:

  1. En primer lugar, es posible afirmar que desde finales de los años setenta la resistencia no solo ha logrado impulsar las discusiones por el desarrollo nuclear en la esfera pública, sino que ha sido clave en los procesos de la conformación del movimiento antinuclear mexicano, uno de los primeros que ha contribuido con la emergencia del ambientalismo en el país y ha impulsado la visibilidad de la cuestión ambiental en la región.
  2. La resistencia ha impactado en las formas en las que se llevó a cabo el desarrollo nuclear en México, especialmente en relación con los reclamos de los mayores estándares de seguridad y la elaboración de los planes de emergencia en la región veracruzana.
  3. La resistencia promovió impactos recursivos en el hacer colectivo de reclamos, vinculados con la conformación de las redes de protesta, el establecimiento de los repertorios de acción colectiva y la consolidación de argumentos consensuados y compartidos en contra del proceso productivo de la nucleoelectricidad, que se han reactivado tras el accidente de Fukushima en 2011 (y que se encuentran intrínsecamente vinculados con la resistencia de los años setenta y ochenta).

Por último, se identifican dos cuestiones estructurales relacionadas con las controversias por el desarrollo nuclear que se dirimieron en la esfera pública. Por un lado, se observa la existencia de continuidades entre los períodos de promoción del desarrollo nuclear en México y en el mundo, entre los que se destacan aquellos registrados durante los años setenta hasta el inicio de la década de 2000. Aunque a diferencia de lo que ocurre con Argentina y Brasil, el sector nuclear mexicano no se presente como un actor relevante en el complejo de ciencia y tecnología nacional. Por otro lado, el surgimiento de las protestas antinucleares en México ha coincidido con los elevados niveles de oposición a esta tecnología en el escenario global. En términos más generales, se desprende de nuestro análisis que tanto la promoción del desarrollo nuclear como las protestas antinucleares refractan (aunque con especificidades y características propias) aquello que ocurre en el contexto internacional.

En un escenario incierto, tanto por los sectores promotores como por los resistentes al desarrollo nuclear, ¿continuará México apostando por la producción de nucleoelectricidad?, ¿mantendrá sus centrales en funcionamiento u optará por otras alternativas, como reclaman desde los sectores antinucleares y ambientalistas? Más de treinta años de controversias por la producción de nucleoelectricidad permiten inferir que la decisión de continuar con el mantenimiento y la expansión de la Central Nuclear de Laguna Verde no se encontrará exenta de la resistencia en la esfera de lo público. Sin embargo, esto dista de ser una mala noticia. Por el contrario, se trata de una manifestación del ejercicio de la democracia y de la lucha mediante la participación ciudadana en procesos de toma de decisiones que el país deberá enfrentar en algún momento, lo que afectará a las futuras generaciones.